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Marco Polo
 

El Libro de las maravillas, que enriqueció en gran manera los conocimientos geográficos de los europeos, es, por otra parte, la única fuente -excepto algún testamento y muchos pleitos- a la que se acude en busca de datos de la vida y milagros de Marco Polo y los suyos, ya que todo aquello que podría corroborar o desmentir lo que en él se cuenta, no ha sido nunca hallado o, como su tumba, ha desaparecido. Por supuesto que un libro tan fantástico, y para algunos tan fantasioso, que ha padecido versiones, interpretaciones y traducciones sin cuento, ha provocado serias dudas, extensas discusiones y alguna descalificación, aunque, a pesar de ello, todos parecen estar de acuerdo en afirmar que los Polo provenían de una familia dálmata de Sabenico, que se instaló en Venecia en el siglo XI, y citan incluso al abuelo Andrea, padre de Marco, Flora, Niccolò y Matteo, comerciantes de modesta fortuna.
La historia «del Viajero maravilloso» empezó allá por el año 1253, unos meses antes de su nacimiento y, como es de rigor, con un viaje. Su padre, Niccolò Polo se despidió de su esposa encinta y, con su hermano Matteo partió rumbo a Constantinopla en una galera, repleta de madera, hierro en lingotes y forjado, grano, tejidos de lana y carne salada. La aguja magnética, recientemente importada, y las estrellas guiaron felizmente su camino hasta la capital de los griegos. Al poco de llegar, la mujer de Niccolò dio a luz en Venecia, en 1254, a Marco.
Nada se sabe de los primeros años de vida de aquel niño que debió de corretear por las plazas y los puentes de Venecia. Huérfano de madre muy pronto, se cree que vivió al cuidado de su tía Flora. Parece que recibió instrucción, ya que sabía leer y escribir, pero sin duda su mejor escuela se la ofreció la Venecia por la que vagaba. Una Venecia que vibraba al compás de los negocios, que castigaba con más dureza los crímenes contra la propiedad que los que se perpetraban contra las personas, en tanto que a su alrededor un mundo viejo agonizaba y uno nuevo comenzaba a despuntar.
Pasaron seis años. Mientras Marco crecía en Venecia, Niccolò y Matteo en Constantinopla comerciaban, hasta que un día de 1259 intranquilos por las amenazas que se cernían sobre la ciudad, decidieron abandonarla para instalarse en Crimea, en la ciudad de Soldaia, donde los negocios no resultaron tan prósperos como esperaban. Se internaron entonces en la región de las estepas y se establecieron en Bolgar. Transcurrieron dos años más, la nostalgia comenzó a aguijonearles y, en la primavera de 1262, se prepararon para regresar. Pero el destino tenía otros planes para ellos. Estalló una guerra entre reyes mongoles y el retorno se presentó complicado y lleno de peligros. Resolvieron entonces viajar rumbo al sol naciente y en Bokhara permanecieron tres años en espera de una ruta tranquila para regresar a Venecia. Allí recibieron la invitación de Qubilay, el Gran Kan, monarca de toda Asia y amo de China, para que le visitasen. Un año de viaje les costó llegar a presencia del rey, que decidió mandarlos de vuelta a casa con una carta para el papa de Roma -en la que pedía el envío de cien hombres sobresalientes conocedores de la fe cristiana -y el encargo de un poco del aceite que ardía en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Los dos comerciantes, convertidos en mensajeros por obra y gracia del gran Qubilay, se pusieron en camino dispuestos a cumplir con la misión, y después de un viaje de tres años llegaron a Venecia, en donde Niccolò vio por primera vez a su hijo, que ya tenía quince años y era un muchacho inteligente, de una curiosidad insaciable.
Los viajeros pasaron dos años en Venecia disfrutando de un monótono cambio de vida; mientras esperaban la elección de un nuevo papa -Clemente IV había muerto aquel mismo año- para hacerle entrega de la carta, Niccolò se casó de nuevo. La preocupación de los Polo ante la misión incumplida se acrecentaba y la elección del nuevo papa se demoraba, por lo que decidieron regresar a China.
 
El largo viaje a China
Niccolò -dejando también esta vez a su actual esposa embarazada-, Matteo y el joven Marco, de diecisiete años, embarcaron en dirección a Acre. Su primera inquietud era localizar a Teobaldo de Piacenza, legado papal, a quien Niccolò y Matteo ya conocían de su anterior viaje, y pedirle la autorización necesaria para viajar a Jerusalén. Con los papeles en regla, los tres Polo navegaron rumbo a Joppe y luego «cubren una jornada de trece leguas hasta Jerusalén».
Ejecutado el primero de los encargos del Gran Kan, regresaron a Acre con el santo óleo y se aprestaron a buscar justificación para no cumplir con el segundo. Teobaldo les proveyó de cartas que acreditaban la demora que les ocasionó la muerte del papa y el retraso en la elección de su sucesor. Los Polo, ahora ya tranquilos, reanudaron el viaje, aunque consiguieron avanzar bien poco. En Layas se encontraron con que una rebelión bloqueaba la ruta de las caravanas, y mientras esperaban pacientes que se despejase el camino recibieron un correo de Acre. Tebaldo, con el nombre de Gregorio X, era el nuevo papa. Y los Polo regresaron a Acre en busca de los cien doctores cristianos, aunque les proporcionaron sólo dos frailes predicadores, que por si fuera poco iban a abandonarles, aterrados, unos días más tarde cuando, de nuevo en Layas, tropezaron con Baybars, el Ballestero, rey de los mamelucos e invasor del país, que representaba un grave peligro para los viajeros.
Marco Polo, que hizo una crónica minuciosa y amplia de todo aquello que vio, dedicó sólo una breve página a la ruta precisa que siguieron desde Venecia a Shang-tu, dejando la reconstrucción del itinerario exacto a los lectores. Sin embargo, parece que después de atravesar la Pequeña Armenia, de la que describió el comercio, la caza y las costumbres de sus gentes, «que aunque cristianas no son buenas porque no practican la religión como los romanos», llegaron a Anatolia, que Polo llamó Turcomania, tierra de tejedores de «las alfombras más hermosas del mundo», y de allí a la Gran Armenia, en donde vio «una fuente de la cual mana aceite que no puede ser utilizado como alimento, pero que es excelente combustible». Visitaron luego Mosul, en donde «se hacen las más bellas telas de oro y seda, llamadas mosulin», y se extasió en Tabriz ante el mayor mercado de perlas del globo. En Saba, dijo haber admirado las tumbas de los tres Reyes Magos, y, en Kerman, las famosas turquesas, que llevan aparejada la desdicha amorosa de quien las posee, porque se cree que provienen de los esqueletos de las personas desgraciadas en amores. Fueron atacados por bandidos e intentaron fatigosamente llegar a Ormuz, desde donde pretendían embarcarse rumbo a China, aunque una vez allí cambiaron los planes a la vista del riesgo que suponía la poca solidez de los barcos. Emprendieron entonces rumbo al nordeste y se internaron en el continente hasta Tunocain, después de cruzar regiones desérticas. Los días transcurrieron agotadores hasta llegar a Balkh, en el Afganistán septentrional, y encontrar un largo y merecido descanso en Balashan, en donde la caravana se detuvo un tiempo.
Comprando y vendiendo, aumentando en definitiva las ganancias -aunque sin hablar nunca de ello-, cazando de vez en cuando y admirando siempre a las mujeres, «las doncellas mahometanas de Tunocain, en mi opinión las más bellas del orbe», o las damas de Balashan, que «aquella que parece más gruesa de cintura para abajo es la considerada más hermosa», viajó Marco Polo con sus parientes por la inmensa Asia. Habían recorrido ya gran parte del camino iniciado en la primavera de 1271, y en ningún momento había dejado Marco Polo de anotar en su memoria las industrias, los frutos, los animales -la oveja salvaje que se llamará Ovis poli en su honor- y todo aquello que excitaba su curiosidad, que era mucho.
En junio de 1275 llegaron por fin a Shang-tu, residencia veraniega del monarca, que huía durante unos meses del calor de Cambaluc -Pekín-, su capital. Cuentan que Qubilay preguntó inmediatamente quién era aquel avispado joven que acompañaba a los viajeros, a lo que Niccolò respondió: «Es mi hijo y vuestro servidor, y conmigo lo he traído con grandes peligros y esfuerzos de tan lejanas tierras, considerándolo la más preciosa prenda que poseo, para ofrecéroslo como esclavo».
Y así fue, ya que Marco Polo sirvió a Qubilay durante diecisiete años, encargado sobre todo de observar, apuntar e informar. Impresionado el rey, tanto por la agudeza e inteligencia del veneciano como por la desenvoltura con que trataba los asuntos políticos, envióle en primer lugar a la provincia de Yunan, a la ciudad de Caragian, a seis meses de viaje de la capital, en donde cumplió su cometido con tan gran brillantez y elaboró un informe tan minucioso que maravilló a propios y extraños. Embajador durante un año en Campicion, varias estancias en Quinsay para controlar al receptor de impuestos, gobernador durante tres años en Jamguy, amén de una embajada en la India, fueron algunas de las misiones que siguieron, entre las que intercaló algún vagabundeo por cuenta propia. Mientras servía a su señor, se empapaba de la vida en China y no dejaba de observar el más mínimo detalle. Comparó la severa reglamentación de la prostitución en los dominios del Kan con la promiscuidad de la Venecia de su tiempo, se asombró del uso del papel moneda y describió algunos de los alimentos que consumían, como los helados y las pastas: «El trigo no goza de tanto auge entre ellos, pero lo cosechan y consumen en forma de macaroni u otras clases de pastas». Se asombró también «ante una clase de grandes piedras negras que se extraen de las montañas..., que dan fuego y llamas como si fueran leños y sirven para cocinar mejor que la madera». Y así pasaron diecisiete años.
Después de tanto tiempo, los venecianos sintieron de nuevo nostalgia de su tierra. Además, el Gran Kan envejecía y la envidia por los favores que de él habían recibido crecía a su alrededor. Conocían China lo suficiente como para saber que la muerte de su señor sería la suya y deseaban partir. Pero era más fácil entrar en la corte de Qubilay que salir de ella. Niccolò fue el encargado de pedir un primer permiso, «porque en mi tierra tengo esposa y por ley de cristianos no puedo desampararla mientras viva». El rey encontró quizás el pretexto demasiado futil y le respondió que, aunque podían andar por cualquier parte de sus dominios, por «nada del mundo podían abandonarlos». Siguieron otras peticiones y la respuesta sería siempre negativa, alegando que le resultaban necesarios.
La muerte de Bolgana, madre y esposa de Argón, rey de Persia y sobrino de Qubilay, vino en ayuda de estos prisioneros de lujo, y los mensajeros que envió a Pekín en busca de una nueva esposa fueron la llave que les abrió la puerta, ya que pidieron regresar a Persia con el consejo y la compañía de aquellos viajeros tan experimentados. Qubilay no pudo negarse y les dejó partir.
 
La vuelta a Venecia
Los Polo, guardianes esta vez de la princesa Cocachin, futura reina de Persia, embarcaron en uno de los enormes barcos fletados para la expedición e iniciaron el largo viaje de China a Persia, primero, y a Venecia, después. Marco Polo continuó con la inveterada costumbre de describir puntualmente los países por los que pasaban. El primero que cita es Sumatra, dividido en varios reinos, en donde se detuvieron cinco meses a causa del mal tiempo. Allí aprendieron a hacer vino de palma y se enteró de las propiedades de los cocos como bebida y alimento. De Sumatra a las islas Andaman y de allí a Ceilán, en la costa India. En Malabar visitó las pesquerías de perlas y no olvidó reseñar que «quien bebe vino no puede ser testigo, ni aquel que navega por la mar. Porque ellos dicen que un bebedor de vino y aquel que navega por la mar son gentes desesperadas y no los aceptan como testigos, ni toman en cuenta su testimonio», y crédulo repite algún cuento fantástico, como cuando asevera que «los niños indios al nacer son de tez clara, pero sus padres los bañan semanalmente con aceite de sésamo y se vuelven tan negros como diablos».
Dos años y medio duró el viaje hasta llegar a Ormuz, que ya conocían. Argón había muerto, la princesa Cocachin se convirtió en un estorbo con el que no sabían qué hacer. Finalmente la casaron con el hijo de Argón y quedaron libres para volver a Venecia.
Habían pasado veinticinco años desde que abandonaran Venecia; Niccolò y Matteo eran ya viejos, Marco Polo tenía cuarenta y dos años y había pasado la mayor parte de su vida en tierras lejanas; era un extraño de acento extranjero que «tenía un indescriptible aire tártaro, al igual que tártaro era su acento, habiendo olvidado casi la lengua veneciana», y que residió durante un año con su familia en el distrito de San Giovanni Chrisostomo y que sufrió las consecuencias de la vieja enemistad entre Venecia y Génova.
En 1296, en un viaje por mar -no se sabe si con fines comerciales o guerreros- fue capturado por los genoveses y encarcelado en las mazmorras del palacio del Capitano del Popolo de la ciudad de Génova. Conoció allí a Rustichello de Pisa, autor de varios romances franceses sobre el rey Arturo, prisionero como él -capturado probablemente en la batalla de Meloria- , que aceptó con presteza la posibilidad de colaborar en la descripción del mundo. Marco Polo pidió a su padre que le enviase las notas que había tomado en el transcurso de sus viajes y dictó a su compañero todo lo que había vivido hasta aquel momento. Así surgieron, en francés, en un francés quizá no muy correcto gramaticalmente y en el que abundan los términos italianos, La descripción del mundo, El libro de Marco Polo, El libro de las maravillas, Los viajes de Marco Polo, apodado el Milione, como su protagonista, ya que con todos estos títulos y alguno más había alcanzado la fama el artífice divulgador del Viajero que sin él hubiera permanecido sumido en las sombras. El libro acababa en «el año de gracia de 1298», pero la vida de su héroe continuó. El 25 de mayo Génova y Venecia firmaron la paz en Milán y el 28 de agosto los cautivos recobraron la libertad.
De nuevo en Venecia, después de tres años de cautiverio, Marco Polo tenía ya cuarenta y cinco años y se sumergió en los negocios. Poco a poco fue heredando de todos sus parientes, cada vez más codicioso y amigo de pleitos. Contrajo matrimonio y aunque la fecha de su enlace con Donata, hija de Vitale Badoer, no consta en registro alguno -el primer informe documentado que sobre ella se conoce es un escrito legal del 17 de marzo de 1312, mediante el cual su tío liquidaba la dote en favor de Marco-, nacieron tres hijas: Fantina, Bellela y Moreta. Los años venideros se sucedieron monótonos y uniformes para aquel que había conocido las trifulcas de una corte fastuosa. Dedicado en cuerpo y alma al comercio, vendía lámparas de vidrio, traía a Venecia telas florentinas o importaba hojas de añil a gran escala. Cuentan que siempre citaba cifras astronómicas y se supone que de ahí le vino el sobrenombre de Milione: «A causa de repetir continuamente la historia que contaba con frecuencia sobre el esplendor del Gran Kan, de sus riquezas, que eran de diez a quince millones en oro, y del modo de hablar siempre de las otras muchas riquezas de aquellos países en términos de millones, le dieron el sobrenombre de messer Polo Milione». Vivió sus últimos años en paz y en el comercio hasta su muerte, en el atardecer del 8 de enero de 1324, muerte que, como él, pasó inadvertida para sus compatriotas. Tenía setenta años. Le enterraron, según sus deseos, al lado de su padre, en el pórtico de la iglesia de San Lorenzo, tumbas que como casi todo aquello que forma parte de la vida -o de la muerte de Marco Polo han desaparecido.
Bien poco se sabe de su carácter o de su aspecto, y el «retrato de Marco Polo» que aparece en algún libro se debe sólo a la ilusión de su autor. Se supone que era fuerte y robusto, ya que soportó largos y fatigosos viajes, y, por el relato de su vida, nadie pone en duda que era un observador incuestionable, siempre atento. Lo describen también como inteligente, perseverante, paciente y enérgico. Impulsivo y algo terco en su juventud, lo templó el viaje en compañía de sus parientes mucho mayores que él, y pasó a ser, al final de su vida, amante del dinero y de los pleitos, puesto que no reparaba en lazos de familia cuando se le debía algo, por poco que fuera, lo cual pone de manifiesto que era implacable y rígido en sus relaciones comerciales. Fue un típico europeo de su tiempo, a quien ningún prodigio le parecía imposible, pero era, eso sí, tolerante con aquellos cuyas creencias eran distintas a las suyas. Los extensos relatos sobre fiestas, vinos y comidas parecen indicar, además, que gozó de los placeres de la vida.
Algunas notas dispersas de las Maravillas hacen suponer que «era bien formado y simpático de figura y rostro, sin llegar a ser buen mozo», y a través de alguna frase puede deducirse que «mujeres de distintas razas lo hallaron atractivo», pero es muy difícil separar la realidad de la fábula en la vida del veneciano que tuvo fama de cuentista. Sus contemporáneos no lo tomaron en absoluto en serio, e incluso sus amigos, preocupados por la mala reputación que le reportaba «contar historias tan exageradas», le aconsejaron que «corrigiera la obra y retirara lo que hubo de escribir fuera de la verdad». Dicen que Marco Polo replicó: «No he escrito ni la mitad de las cosas que me fue dado ver». Y cuando se empezó a aceptar su libro como auténtico se perdió todo lo referente al hombre, hasta el punto que, Mariana, el historiador español del siglo XVI, se refiere a él como a un tal Marco Polo, físico florentino, y un autor inglés del xix lo llama «un sacerdote veneciano». Lo cierto es que parece que lo que en realidad fue se entremezcla a menudo con lo que deseó ser y con las aportaciones novelescas de sus múltiples cronistas. Entre todos crearon hermosas leyendas sobre messer Milione.
 

 

 
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