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Mozart
 

Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756, fruto del matrimonio entre Leopold Mozart y Anna Maria Pertl; ella, de familia acomodada de funcionarios públicos; él, modesto compositor y violinista de la corte del príncipe arzobispo de Salzburgo, y autor de un útil manual de iniciación al arte del violín, publicado en 1756. Por aquel entonces, Salzburgo empezaba a recuperarse de los desastres humanos y económicos de las guerras civiles del siglo XVII, pero aun así la vida cultural y económica giraba casi exclusivamente en torno a la figura feudal del arzobispo, al tiempo que empezaban a circular ideas ilustradas entre una naciente burguesía urbana, todavía ajena a los centros sociales de prestigio y poder. Una atmósfera que cabe recordar para, en su momento, hacerse cargo de la mentalidad de Mozart padre, así como de la rebeldía juvenil del hijo.
Leopold, en efecto, educó a sus hijos, Amadeus y Maria Anna (Nanerl), desde una tempranísima edad, como a músicos capaces de contribuir al sustento de la familia y convertirse lo antes posible en servidores a sueldo del príncipe de Salzburgo. Una aspiración lógica y común en su tiempo. Nanerl, cinco años mayor que Wolfgang, ya daba clases de piano a los diez años de edad y es posible que uno de sus alumnos fuese su propio hermano. Contaba éste, al parecer, sólo cinco años cuando, para sorpresa de Leopold, fue capaz de interpretar seis tríos en el papel de segundo violín sin previo ensayo. A partir de entonces, los hermanos Mozart se convirtieron en concertistas infantiles en giras cada vez más ambiciosas, con el beneplácito del príncipe, sin el cual no habrían podido abandonar la ciudad. De 1762 a 1766, ambos hermanos realizaron varios viajes en los que visitaron Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos.
Si el niño era a todas luces un genio, cabe observar que éste fue educado, espoleado y pulido por la diligencia del padre, al que sólo cabe achacar haber expuesto a un niño de salud quebradiza a los constantes rigores de unos viajes ciertamente incómodos. La iconografía de Mozart niño no nos ofrece un retrato fiel de su aspecto, pero los testimonios coinciden en una extremada palidez más bien enfermiza. En 1762, un año después de su primera composición escrita, los dos hermanos daban conciertos en los salones de Munich y Viena. En el mismo año repitieron la gira, que extendieron a Frankfurt, Lieja, Bruselas y París. En Versalles, aquel niño mimado por el aplauso de todos, pero niño al fin y al cabo, saltó en un arrebato a las faldas de la emperatriz para abrazarla, y le propuso a la futura reina María Antonieta, entonces niña de su misma edad, casarse con él, amén de hacer un público desplante a madame de Pompadour por negarse a besarlo. De allí marcharon a Londres, donde tocaron en el palacio de Buckingham y conocieron a Johann Christian Bach, el hijo predilecto de Johann Sebastian, cuyas composiciones sedujeron al niño. En sólo seis semanas, sin embargo, Wolfgang fue capaz de asimilar su estilo y componer versiones personales de su música. La gira concluyó en 1766.
De 1767 a 1769 dieron conciertos por Austria, y desde esta fecha hasta 1771 por Italia, donde recibió la protección de Martini, quien gestionó su ingreso en la Accademia Filarmonica. A su regreso a Salzburgo, aquel afamado adolescente de quince años ya tenía en su haber la escritura de más de cien composiciones que incluían conciertos, sinfonías, misas, motetes y óperas, y lucía con orgullo la Espuela de Oro con la que le había condecorado el papa Clemente XIV.
En 1771, sin embargo, murió el arzobispo de Salzburgo y las ideas y el carácter del nuevo mitrado, el conde Girolamo Colloredo, alteraron el rumbo de la vida de Mozart.
 
De la corte eclesial de Salzburgo a París
Contra lo que pueda parecer, la atmósfera en la Austria católica era menos rígida y puritana que en la Alemania protestante, sobre todo en Viena, y el nuevo arzobispo no era un señor feudal a la antigua usanza, sino todo un reformista ilustrado, que convirtió a los siervos y criados de su corte en funcionarios públicos. En esta operación, sin embargo Colloredo actuó con la rigidez de un déspota, y para el joven Mozart, equiparado administrativamente a los jardineros de palacio, la modernización de la corte le resultó más humillante y gravosa que el trato benevolente y paternal, aunque arbitrario, de su antiguo señor. La corte salzburguesa estaba, además, impregnada de clericalismo e intrigas en la tradición vaticana, y el vitalismo y cosmopolitismo de Mozart ansiaba la vida de Viena, por la intensidad de su apertura y curiosidad musical y la animación artística de sus teatros.
Durante este período, aunque Mozart compuso varias óperas cortesanas, cuartetos de cuerda, sonatas y divertimentos, su producción de encargo fue básicamente sacra. Tras una estancia en Munich, en enero de 1775, para representar ante el elector Maximiliano III La finta giardiniera, Mozart consiguió finalmente autorización de Colloredo para una nueva gira. Acompañado esta vez de su madre, partió de Salzburgo, feliz de abandonar su «salvaje ciudad natal» y con la esperanza de revivir sus éxitos infantiles en París. Pero primero se detuvo largos meses de l 777 en Munich, Augsburgo y Mannheim, entre otras ciudades, en la última de las cuales trabó amistad con Ramm, Wendling y Cannabich y escribió el Concierto para piano que fue la número 271 de sus composiciones.
El 23 de marzo de 1778 llegó a París, donde conoció la primera de sus más amargas experiencias: la ciudad le ignoraba; había crecido; ya no era, por su edad, un fenómeno de la naturaleza que pudiera ser exhibido en los salones, unos salones contra los que Mozart escribió durísimas palabras por su frivolidad e insensibilidad musical ante su obra. Sus condiciones de subsistencia se hicieron extraordinariamente precarias, lo que sin duda contribuyó a minar la ya precaria salud de su madre. Anna Maria falleció el 3 de julio, y esta muerte contribuyó a incrementar los malentendidos y tensas relaciones entre padre e hijo.
Derrotado, antes de regresar a Salzburgo, Mozart recaló en el hospitalario refugio de la familia Weber en Mannheim. Durante su viaje de ida se había enamorado de Aloysia Weber que, a su corta edad, presagiaba una prometedora carrera de cantante. Si esperaba entonces encontrar consuelo en ella, ésta sería su tercera experiencia de dolor. En su ausencia, Aloysia había triunfado y le hizo saber claramente que no uniría su vida a un músico como él, sin el futuro asegurado.
Los dos años siguientes los pasó en Salzburgo, languideciendo en su «esclavitud episcopal», hasta que le llegó un encargo de Munich: la composición de una ópera, Idomeneo, en la que Mozart, aun dentro del esquema cortesano de Gluck, superaría sus anteriores composiciones para la escena. En 1781 Mozart y la familia Weber coincidieron en Viena. Él, como miembro de la corte de Colloredo, trasladada a la capital; la familia Weber, para seguir los acontecimientos musicales de la temporada. Surgió entonces el amor por la hermana de Aloysia, Constance.
Entretanto, las relaciones con el arzobispo se encresparon. Mozart, para desesperación de Leopold, no era ningún modelo de diplomacia y, pese a su carácter risueño y bondadoso, reaccionaba con acritud instantánea cuando se sentía atacado o humillado. A primeros de mayo, Mozart recibió la orden, a través de un lacayo de Colloredo, de abandonar inmediatamente Viena, al parecer, para llevar un paquete a Salzburgo, en donde se le indicó que debía permanecer. Mozart presentó su carta de dimisión al arzobispo, quien la aceptó de inmediato.
Había nacido el artista moderno del romanticismo, muy en consonancia con el espíritu rebelde del Sturm und Drang y la sensibilidad wertheriana que conmocionaba a la juventud alemana de la época; un artista que quería liberarse de la servidumbre feudal, que se resistía a insertarse en las filas del funcionariado cultural, y pretendía sobrevivir a sus solas expensas. Mozart habría de pagar muy cara su ejemplar osadía; pero, por el momento, se sintió feliz, libre y, sin embargo, dispuesto a casarse con Constance Weber, a quien dedicó la serenata Nachmusik (K. 388). La discutible boda tuvo lugar el 4 de agosto de 1782, poco después del gran triunfo del estreno de El rapto del serrallo.
 
Luces y sombras de un matrimonio
Mucho han discutido los biógrafos los motivos de esta boda. ¿Auténtico amor? ¿Debilidad ante las maniobras casamenteras de la madre de Constance? ¿Necesidad de afirmarse en su nueva independencia frente a las presiones de Leopold? Posiblemente hubiera de todo un poco. La genialidad musical de Mozart no tenía por qué coincidir con la madurez del carácter. El caso es que parece injusto afirmar que Constance fuera la sola causa de la ruina y quebrantos de Mozart, que culminaron con su temprana muerte. Era una joven de poca finura espiritual, pero su vitalismo tenía que agradar e incluso fascinar al rebelde Mozart. No es seguro que le fuera fiel -algunas de las cartas del marido a la esposa son extremadamente patéticas, en sus ruegos de que sepa «guardar las apariencias» , pero tampoco lo es que Mozart se lo fuera a ella en todo momento. Lo único cierto es que, al igual que su joven esposo, Constance no era la administradora que la delicada situación de un artista independiente hubiera requerido, y parece ser que derrochaba con la misma alegría que Wolfgang Amadeus: el hogar vienés de los Mozart recibía diariamente la visita de peluquero y otros servidores; en los momentos de mayor penuria, Mozart se las ingeniaba para aparecer en público impecablemente vestido y mostrarse liberal y obsequioso. Sólo tras su muerte, sus amigos, muchos de ellos en envidiable situación económica, se enterarían con sorpresa de la cuantía de su endeudamiento.
En 1783, el 17 de julio, nació su primer hijo, Raimund Leopold, que sólo sobrevivió hasta el 19 de agosto. Siguieron a éste otros cinco, cuyos partos minaron la salud de Constance que se vió obligada a costosas curas de reposo, gravosísimas para la endeble economía familiar. De todos ellos, sólo Karl Thomas y Franz Xaver -nacido cuatro meses antes de la muerte de Mozart y futuro pianista- llegaron a la edad adulta.
Todo en Mozart fue, por tanto, derroche: de facultades, de vitalismo, de proyectos, de obras y de sentimientos. Pues no se acercó a la francmasonería en 1784 en busca de una ayuda económica, que nunca, por orgullo, solicitó de sus amigos, sino por saciar un ansia de universal fraternidad y espiritualidad que Mozart, como muchos católicos austríacos, sacerdotes incluidos, encontró en los símbolos y los ritos masones antes que en la pompa clerical de la Iglesia. Una simbología que supo plasmar musicalmente en la composición de La flauta mágica.
Los nueve años que separan su matrimonio de su muerte pueden, sin embargo, dividirse en dos claros períodos. Hasta 1787, sobre todo a partir de los éxitos vieneses de 1784 aquéllos pueden ser calificados de «felices». Durante este primer período, su producción fue ingente en todos los géneros: conciertos para piano, tríos, cuartetos, quintetos, y Las bodas de Fígaro, en 1786, con libreto de Lorenzo da Ponte a partir de la obra de Beaumarchais. La elección del tema era arriesgada, pues la obra original estaba prohibida; pero en esta misma elección se puso de manifiesto el arrojo liberal del compositor al participar de la crítica suave, pero en el fondo corrosiva, que de los privilegios nobles había llevado a cabo Beaumarchais.
En parte, la evolución de Mozart como compositor operístico emblematiza el derrotero mismo de su vida personal y estética. En Las bodas de Fígaro (primero de los tres libretos que Da Ponte escribió para él) prevalece el concepto de opera buffa atenido, como señalarían algunos historiadores del arte, a la modalidad del encargo y sometida a las reglas que el mecenazgo exigía (respeto de las convenciones, sometimiento del genio al oficio). Don Giovanni (1787), actualmente considerada la más trágica y perfecta de sus obras, fue concebida por Da Ponte y el mismo Mozart como un drama al estilo fijado por Carlo Goldoni para el teatro italiano: un drama «jocoso», donde los enredos y la ligereza de las andanzas del seductor y su criado Leporello están contrapunteados por una partitura llena de oscuros presagios y amenazantes barruntos demoníacos: el retorno de los muertos y las puertas del Infierno que se abren ante el pecador irredento. Tres años más tarde, en 1790, Mozart, exorcizados los fantasmas del demonio y el comendador de piedra de Don Giovanni, crea Così fan tutte, donde impone a un argumento y una trama enteramente pertenecientes a la tradición buffa una música de tal complejidad (propia de su último estilo o Spätstil) que convierte a la leve historia en andamiaje de una grandiosa realización estética: tanto los sentimientos como la música están a enorme distancia del ligerísimo libreto, lo cual le permite incorporar tonos irónicos y paródicos, oponiendo acentuados y excelsos momentos de elevada expresión a risas y comentarios entre dientes de los actores y cantantes secundarios. El efecto es sorprendente: en parte, puede ser visto como la manifestación, en Mozart, de una tensión que sólo encontraría su definitiva resolución en Beethoven: la tensión entre el artesano y el genio. Para Beethoven, la música y su argumento provenía enteramente de su interior. Mozart, en cambio, debía equilibrar su propio arrebato a las exigencias históricas de su función al servicio de la corte.
Así, el gran éxito, en Praga, de Las bodas de Fígaro le reportó ese nuevo encargo: Don Giovanni, la más ambiciosa hasta el momento de sus composiciones para la escena. Praga estaba a sus pies. Al estreno  acudió el mismo caballero Casanova. Viena, sin embargo, empezaba a cerrarle inexplicablemente sus puertas. Se inició así un período gris y doloroso que duraría hasta su muerte.
Los biógrafos hablan de su excesivo tren de vida, de las costosas enfermedades de Constance y de las maquinaciones de los músicos vieneses, envidiosos no de su fortuna pero sí de su genio. Éste no sólo es indiscutible sino que también, desde que el barón Van Swieten le hizo descubrir la grandeza de J. S. Bach y de Händel, descubrimiento que vino a sumarse al suyo personal de Haydn, su escritura musical ganó en una agridulce densidad contrapuntística, que profundizó y enriqueció la característica brillantez y riqueza -el derroche imaginativo- de sus temas y frases. Para sobrevivir, el genio se vió obligado al recurso de las clases particulares, que no siempre encontró. Las ausencias de Constance, la humillación de sentirse injustamente relegado, las penurias económicas, la experiencia del dolor, en suma, no agriaron su carácter; es más, se acrecentó y afinó su inspiración musical en una fecunda serie de obras maestras en el ámbito de la sinfonía, del concierto, de la música de cámara y de la ópera. Pero su salud se quebró: sabemos que el día del estreno de La flauta mágica, el 30 de septiembre de 1791, en Viena, ya no pudo asistir al gran triunfo popular de la más optimista y querida de sus composiciones.
 
Una muerte anunciada
En julio de ese mismo año, cuando Mozart ya sufría los síntomas de la enfermedad que le resultaría mortal, posiblemente uremia, recibió la visita de un personaje «delgado y alto que se envolvía en una capa gris», que le encargó la realización de un Requiem. La leyenda romántica pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su propia muerte. Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico del visitante, que no era sino Anton Leitgeb, hijo del burgomaestre de Viena. Su aspecto era, ciertamente, siniestro, y es probable que, en el fondo, la leyenda acierte al pretender que Mozart, al aceptar el encargo de componer un Requiem, estaba aceptando la inminencia de su propia muerte. El hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era algo infrecuente por aquel entonces, y no podía sorprender a Mozart, quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo. Pero la ominosa coincidencia del siniestro aspecto del mensajero, la condición fúnebre del encargo y la conciencia de la propia debilidad de sus fuerzas tuvo que impresionar profundamente la sensibilidad del músico, quien no ocultó a sus amigos su creencia de estar componiendo su propio Requiem. Está, en cualquier caso, fuera de lugar la calumniosa hipótesis de una alevosa trama o incluso de un envenenamiento urdido por algún músico rival, como Salieri. Cierto es que Mozart nunca fue diplomático con sus colegas de inferior talla artística, pero precisamente Salieri no escatimó sus alabanzas a Mozart y fue uno de los entristecidos asistentes a su funeral; además que, hoy día, sólo un dudoso interés novelesco puede ignorar las razones y la identidad, perfectamente establecida, que se ocultaba tras el encargo del Requiem. Si bien se mira, las coincidencias reales del azar son más inquietantes que la maliciosa fantasía de los fabuladores.
Mozart, en cualquier caso, acertó también en su intuición de que moriría antes de terminar su Requiem. Como en las otras obras de este último período, en ésta su estilo es más contrapuntístico y su escritura melódica más depurada y sencilla, pero ahora con protagonismo de unos muy sombríos clarinetes tenores y fagotes. A la muerte de Mozart, Joseph Eyble recibió la partitura para su terminación, que no llevó a cabo, recayendo esta tarea en Süssmayr. Éste pretendió haber orquestado completamente los movimientos del Requiem, desde el «Dies irae» hasta el «Hostias», pretensión sobre la que no existen pruebas fehacientes.
La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Requiem, preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del «Lacrimosa», Mozart lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constance:  «Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que quedarte esta noche y presenciar mi muerte».
A la noche, con gran serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su muerte y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada del 5 de diciembre.
Su amigo el conde Deym le hizo una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus varios retratos. A continuación tuvo lugar un funeral en una nave lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número de músicos, francmasones y miembros de la nobleza local. El dato es significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que rodeó su muerte y enterramiento. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd. Pero éstas eran las normas dictadas por José II en su curioso afán de «modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y francmasones.

 

 
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