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Según que compartan o no su doctrina, Lutero es para unos un apóstol o como mínimo un profeta, para otros un hereje renegado. Destructor de un sinfín de cosas pero creador indiscutible de la lengua alemana, este hombre de intensas y enérgicas convicciones representa, con su concepción del hombre como individuo aislado de Dios, de la historia y del mundo, uno de los pilares sobre los que se apoya la Edad Moderna. Iniciador de la Reforma -período de dos siglos de la historia del cristianismo, de amplia repercusión europea, origen de las Iglesias protestantes y de la Contrarreforma-, rechazó la autoridad del papa y debilitó el poder de la Iglesia. La abolición del purgatorio, de donde las almas eran liberadas con misas, el rechazo de la doctrina de las indulgencias, mermando de manera considerable los ingresos del papa, y, sobre todo, la doctrina de la predestinación que independiza el alma de la acción de los clérigos después de la muerte, a lo que hay que añadir el reconocimiento del príncipe -cuando es protestante- como jefe de la Iglesia de su país, obligan a que la Reforma se presente como una gran revolución de las naciones menos civilizadas contra el dominio intelectual de Roma. Martin Luder nació en la noche del 10 al 11 de febrero en Eisleben, en Turingia, región dependiente del electorado de Sajonia. Andando el tiempo y recién conquistado el título de doctor cambió el apellido Luder por el de Lutero, derivándolo de Lauter, que en alemán antiguo significa 'claro, límpido, puro'. Era el primogénito de los nueve hijos de Hans Luder, minero, hijo de campesinos y buen católico, y de Margarethe Ziegler, mujer trabajadora, muy piadosa y devota, que inculcó en su hijo una piedad tan sombría que dejó en su alma una profunda tristeza. Ambos eran de familia pobre y muy severos. Al año del nacimiento contrataron al padre en una explotación de minas de cobre de Mansfeld y la situación de la familia, precaria en extremo, mejoró algo, sin llegar a ser en modo alguno boyante. En Mansfeld recibió Lutero muchas de las palizas que sus padres le propinaban, aunque, en opinión del propio Lutero, «siempre quisieron mi bien, sus intenciones para conmigo siempre fueron buenas, procedían del fondo de su corazón». Sin embargo, el duro trato al que le sometieron lo convertiría, al decir de sus amigos, en un ser huraño y desconfiado. La escuela, a partir de los seis años, no le trató mejor. También del maestro recibió azotes, quince en un día, según contaría más tarde, ya que «nuestros maestros se portaban con nosotros como verdugos contra ladrones». A los catorce años dejó Mansfeld por Magdeburgo para estudiar en la escuela latina, y un año más tarde abandonó Magdeburgo y se trasladó a Eisenach, a casa de los abuelos maternos. Allí, en su «ciudad bienamada», recibió sólida instrucción de un maestro poeta llamado Hans Treborio, que había sustituido el látigo por las buenas maneras. El 17 de julio de 1501 se inscribió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Erfurt, contrariando por primera vez a su padre, que quería hacerle estudiar leyes. El 29 de septiembre del año siguiente se licenció como bachiller, primer grado de la universidad, con el número treinta de una promoción de cincuenta y siete nombres. A los veintidós años era proclamado maestro de filosofía. Esta vez fue el segundo de diecisiete y su padre, admirado ante la superioridad de su retoño dejó de tutearlo. A partir de ese momento el joven maestro se dedicaría con tesón al estudio de la teología y con pasión a la Sagrada Escritura. El rayo decisivo El 2 de julio de 1505 Martín Lutero se trasladó de Mansfeld a Erfurt para ver a su familia. A mitad de camino un rayo cayó a sus pies. El joven, que era nervioso en extremo y muy sensible, se vio a las puertas de la muerte, se aterrorizó e invocó a la patrona de los mineros: «Sálvame, querida santa Ana, y me haré monje», exclamó. Vislumbró entonces en el cielo una figura fantástica, que por la excitación del momento no logró identificar. Fue la primera de las visiones que tendría a lo largo de su vida, en los lugares mas inverosímiles y, a voces, inadecuados. Quince días más tarde se presentó en el convento de los agustinos de Erfurt para cumplir con su promesa, decisión que irritó de tal manera a su padre que volvió a tutearlo. Sin el consentimiento paterno, entró pues en el convento. Novicio primero con el nombre de Agustín, tomó los votos definitivos y a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote. Poco tiempo después le trasladaron a Wittenberg, en donde enseñó filosofía en la universidad mientras perfeccionaba estudios. En marzo de 1505 se licenció como bachiller bíblico y fue, por tanto, autorizado a explicar la Sagrada Escritura. Sus enseñanzas llamaron bien pronto la atención. Comenzó también a predicar, revelándose con una elocuencia que arrastraba multitudes y que le merecería la consideración de ser el primer predicador de la época. «No daba grandes voces -diría uno de sus oyentes-, pero su voz era fina y pura tanto en el canto como en la palabra.» En octubre de 1512 pasó las pruebas de doctorado, transformó su apellido y empezó a pensar en sí mismo como el «hombre de la Providencia llamado a iluminar la Iglesia con un gran resplandor». Las controvertidas indulgencias Todavía no iluminaba gran cosa; sólo era, a sus treinta y cuatro años, el profesor elocuente y famoso de la Universidad de Wittenberg, que ocupaba importantes cargos tanto en el convento como dentro de la orden, aunque personalmente se sentía responsable de la fe sajona. Mientras, en Roma, León X, embarcado en la construcción de la basílica de San Pedro, propiciaba con entusiasmo la venta de indulgencias. Lutero, que ya había empezado a exponer sus ideas personales sobre los fundamentos de la fe, se alzó en sus discursos contra aquella práctica. El 31 de octubre de 1517 hizo fijar en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg sus 95 proposiciones concernientes al tráfico de influencias, a la autoridad papal y a los artículos que consideraba fundamentos de fe. Fue una declaración de guerra que Roma no podía dejar sin respuesta. Lutero debía comparecer ante el legado pontificio, el cardenal Cayetano de Vio, y retractarse; se entrevistó con él dos días seguidos, pero al segundo día no sólo no se retractó sino que protagonizó una pelea a gritos con el cardenal. Éste afirmaría: «No quiero más tratos con ese animal. Tiene unos ojos que fulminan y unos razonamientos que desconciertan». En 1520 la publicación de tres libros de Lutero, Anden Christlichen Adel Deustscher Nation (Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana), De captivitate Babylonia Ecclesiae (La cautividad babilónica de la Iglesia) y Von der Freiheit eines Christenmenschen (La libertad del cristianismo), no harían más que añadir leña al fuego. El 3 de enero de 1521 León X le excomulgó. Con la excomunión no acabaron sus preocupaciones. En mayo de ese mismo año, el emperador de Alemania, Carlos V, le hizo comparecer ante la dieta de Worms. También allí debía retractarse, pero persistió en su actitud. Fue declarado hereje, y en consecuencia pasó a convertirse en un proscrito. Sin embargo, sangrándose en salud, Lutero se refugió en el castillo de Wartburg, que se encontraba bajo la protección del elector de Sajonia, Federico III el Sabio, en donde el emperador veía limitada su soberanía. Allí inició Lutero su gran obra: la traducción de la Biblia al alemán, obra que está considerada como un auténtico hito de dicha lengua. Tradujo primero del griego el Nuevo Testamento, que aparecería en 1552. Doce años más tarde, en 1534, puso fin a su tarea con la publicación del Antiguo Testamento, traducido del hebreo. Lutero contaba ya con un gran número de seguidores y la Reforma implantada primero en Wittenberg, ciudad a la que regresó en marzo de 1523, se extendió por Alemania como la pólvora. Además, las ideas del reformador repercutieron violentamente en el orden social. En 1523 se alzó la nobleza, codiciosa de los bienes de la Iglesia, y en 1524 fueron los campesinos, irritados por el aumento de diezmos y censos, quienes utilizaron la azada como arma contra sus señores. Lutero, que había apoyado a los príncipes, intentó contener el movimiento campesino, pero fracasó y tomó, entonces, partido a favor de los señores: «Soy el mayor enemigo de los campesinos. El campesino no tiene mayor pesadumbre que la de pagar diezmos y censos. ¿No es justo? La tierra que él cultiva pertenece al príncipe», diría en defensa de éstos. En 1525, en la Alemania devastada por la guerra de los campesinos, Lutero se esforzaba por establecer la esclavitud de la voluntad humana y escribió De servo arbitrio (Del albedrío esclavizado), en respuesta al libre albedrío de Erasmo, con quien polemizaba. También fue el año que escogió para contraer matrimonio. En 1523 habían llegado a Wittenberg unas monjas que escapaban del convento de Nimchen Laz Grimma. Una de ellas, Katharina de Bora, de veintiséis años se convirtió en la señora de Lutero, en su Käte. La boda suscitó una viva repulsa, no tanto por el acto en sí como por realizarse en momentos de gran desolación y muerte. El matrimonio sería, sin embargo, un éxito. Katharina de Bora, dieciséis años más joven que Lutero, perteneciente a la pequeña nobleza, mujer sensata e inteligente, suavizó el exaltado carácter de su marido y vivió junto a él en perfecta armonía. En el convento de Wittenberg, convertido en finca familiar nacieron uno tras otro sus seis hijos, de los que sobrevivieron cuatro: Hans, Magdalena, Martin y Paulus, que llenaron de júbilo al predicador. Los últimos años El joven Lutero, de mediana estatura, «de cuerpo tan flaco y fatigado que se le podrían contar los huesos», fue engordando con la edad y el nuevo estado. Su amor a la buena mesa, y sobre todo a la cerveza, con la que reemplazaba el agua -estaba convencido de que el agua de Wittenberg era mortal-, le convertirían en un hombre macizo y pesado, aunque siguiera tan vivaz como siempre. Se acentuó en él la vulgaridad agresiva de que siempre hizo gala y empleó cada vez palabras más rudas y groseras. Siguió siendo irritable, de carácter colérico y violento que a duras penas conseguía controlar. «No consigo dominarme y quisiera dominar el mundo», dijo de sí mismo. La nueva Iglesia, que oficiaba la misa en la lengua vernácula, tenía desde 1529 su catecismo escrito por Lutero -Grosser Katechismus y Kleiner Katechismus-, su propio clero y un gran número de fieles. En 1530 Carlos V intentó reconciliar la Iglesia reformada con Roma mediante la dieta de Augsburgo, pero fracasó con estrépito. Lutero concedió a sus seguidores el derecho de defensa armada que abrió paso a las ligas armadas y la guerra. El reformador envejecía. Su humor se volvió sombrío. Sufría jaquecas, zumbidos de oído y dolorosos cálculos renales, pero se negaba a seguir el consejo de su médico de moderar su afición a la comida y la bebida. La muerte de su hija Magdalena, en diciembre de 1542, ensombreció todavía más su ánimo. A principios de 1543 escribió: «Ya no puedo escribir ni leer. Me siento débil y cansado de vivir». Aun así, encontró fuerzas para publicar en 1545 la célebre Reforma wittenberguesa, que era una suave exposición de la nueva doctrina; unos meses más tarde reaccionaría violentamente ante la propagación del rumor de su muerte, que él atribuyó a los welches -italianos y franceses-y desmintió mediante sus Mentiras de los welches sobre la muerte del doctor Lutero. El 22 de enero de 1546, sintiéndose viejo y cansado, el anciano reformador se dirigió a Eisleben, su ciudad natal. Debía actuar de árbitro en la disputa suscitada entre dos hermanos, Albretcht y Gebhard, condes de Mansfeld, a propósito de los ingresos de unas minas. El invierno sajón es frío y duro, y Lutero había sobrestimado sus fuerzas. El 18 de febrero, a las tres de la madrugada, casi de repente, falleció. Los dos médicos que le atendieron apenas dispusieron de tiempo para hacer algo y nunca se pusieron de acuerdo sobre la causa de la muerte: un ataque de apoplejía, según el uno, una angina pulmonar, según el otro, aunque igualmente pudiera haber sido cualquier otra cosa. Sus restos fueron trasladados a Wittenberg en un ataúd de estaño, y al paso de la comitiva sonaba el toque fúnebre de las campanas. Fue enterrado el 22 de febrero en la iglesia de Todos los Santos, bajo el púlpito. Después, su Reforma se extendió por el mundo a pasos agigantados, penetrando en miles de hogares y conformando la manera de pensar, sentir y vivir de millones de seres. Y todo porque un hombre llamado Martín Lutero, preocupado ante todo «por su salvación y que temía la justicia de Dios a la que se representaba inexorable, tenía un sentido abrumador del pecado y un pánico mortal a los juicios de Dios, hasta el punto de caer enfermo de angustia», e intentó un día conciliar la religión y sus angustias.
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