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Carlos V
 

El 24 de febrero de 1500, fecha en que los estados flamencos celebraban su día en Prinsenhof, cerca de Gante, el archiduque Felipe el Hermoso y la archiduquesa Juana, más tarde llamada la Loca, rendían pleitesía al nuevo rey de Francia, Luis XII, a pesar del enfado del emperador Maximiliano y de los Reyes Católicos. En medio de la ceremonia, Juana corrió al evacuador -un excusado especial-  y se encerró en él sin que Felipe se inmutara. Al cabo de un rato, cuando las damas de honor hicieron derribar la puerta, Juana mostró la razón de su encierro. Sola y sin ayuda había dado a luz a su segundo hijo. Lo bautizaron con el nombre de Carlos en honor a Carlos el Temerario, bisabuelo del niño.
 
Herencia
Como hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, Carlos V logró reunir en sus manos una vasta y heterogénea herencia, en la que mucho tuvieron que ver la combinación de matrimonios dinásticos y una serie de muertes prematuras de los herederos directos de distintos tronos. Por parte de su abuelo paterno el emperador Maximiliano de Habsburgo, recibió los estados hereditarios de la casa de Austria, en el sudeste de Alemania; por parte de su abuela paterna, María, obtuvo el ducado borgoñón, que sin embargo estaba en poder de Francia, y además los Países Bajos, el Franco-Condado, Artois y los condados de Nevers y Rethel; de su abuelo materno, Fernando el Católico, recibió el reino de Aragón y sus posesiones de ultramar, Nápoles, Sicilia y Cerdeña; de su abuela materna, Isabel la Católica, Castilla y las conquistas castellanas en el norte de África y en Indias.
El verdadero problema para Carlos residía en la falta de cohesión de todos estos dominios, por lo que se propuso durante todo su reinado superar el concepto feudal del imperio y darle una nueva dinámica a través de un ideal común que justificase la reunión de territorios tan dispares en una sola corona. La figura del imperio surgió ante él como la entidad política idónea para aglutinar los distintos dominios y fundarlos sobre una universalidad religiosa. Ese ideal común era el cristianismo y, conforme al mismo, Carlos se erigió en el «guardián de la cristiandad», en momentos en que la unidad de convicciones que habían mantenido cerrado el mundo medieval estaban a punto de romperse. Según Menéndez Pidal, Carlos V asumió el papel de coordinador y guía de los príncipes cristianos contra los infieles «para lograr la universalidad de la cultura europea», de modo que la idea de cristianismo pasó a ser una realidad política. Sin embargo, ésta no fue tarea fácil en un siglo, como el XVI, en el que los sentimientos de grupo nacional se oponían al universalismo y los príncipes cristianos buscaban consolidar, cuando no ensanchar, su espacio vital en el viejo continente.
 
Construcción del imperio
Carlos, que fue educado en Flandes bajo la tutela de Margarita de Austria, viuda de Carlos el Temerario, y del gran chambelán, Guillaume de Croy, conocido por el nombre de Chièvres, se emancipó en 1515, de acuerdo con la declaración de los Estados Generales. Al año siguiente, con la muerte de su abuelo Fernando el Católico, se convirtió en Carlos I de España, ante la oposición de los partidarios de su hermano, el príncipe Fernando, educado en España.
Si bien Castilla dio su consentimiento al nombramiento de Carlos como rey de España, Aragón puso como condición que el nuevo rey jurara su Constitución en Zaragoza, lo que significaba que el monarca debía trasladarse de Flandes a España. Así lo hizo y el 18 de septiembre de 1517, después de una dificultosa travesía, desembarcó en el puerto asturiano de Villaviciosa. Desde allí se dirigió a Tordesillas, donde estaba recluida su madre. Obtuvo de ella que abdicara en su favor, formalidad sin la cual le hubiese sido imposible gobernar. Antes de llegar a Valladolid, donde fue aclamado, Carlos recibió la noticia de la muerte del cardenal Cisneros, que había ostentado la regencia hasta entonces. Unos días antes, el 31 de octubre, un monje alemán llamado Lutero había pronunciado las noventa propuestas contra el comercio de las indulgencias, que darían pie al movimiento de Reforma contra la Iglesia católica romana.
De todos los países que heredó, España fue el más difícil de consolidar bajo su dominio. El partido formado alrededor de su hermano Fernando, su condición de extranjero y el desconocimiento de la lengua castellana pesaron en su contra. En febrero de 1518, durante la primera reunión de las cortes castellanas, se exigió al rey el respeto de las leyes de Castilla y que aprendiera el castellano. Carlos no dudó en aceptar estas exigencias, pero a cambio pidió y obtuvo un sustancioso crédito de 600.000 ducados. Las cortes de Aragón se demoraron hasta enero del año siguiente para reconocerlo como rey, y lo hicieron junto a su madre. También le concedieron un crédito de 200.000 ducados. En las cortes de Cataluña las negociaciones fueron más arduas. El rey se encontraba aún en Barcelona cuando recibió la noticia de que el 28 de junio había sido elegido emperador con el nombre de Carlos V. El título imperial le era imprescindible para llevar a cabo el gobierno de las numerosas posesiones bajo el signo de la unidad. Para conseguirlo, Carlos invirtió un millón de florines, de los cuales la mitad fue financiada por los banqueros Fugger, quienes vieron en él la clave del desarrollo económico de Europa.
Carlos regresó a Castilla a fin de preparar la coronación imperial y solicitar un nuevo crédito. La existencia de una fuerte oposición a concedérselo, que encabezaba Toledo, lo llevó a convocar las cortes en Santiago y a continuarlas en La Coruña. La multiplicación de oportunidades facilitada por los consiguientes aplazamientos de las sesiones y el curso itinerante de las mismas allanó las reticencias al crear el clima adecuado que permitió que los representantes de las ciudades fueran presionados y sobornados para la causa del rey. Después de violentas discusiones, los procuradores traicionaron el mandato de sus ciudades y otorgaron el nuevo empréstito. Tras esta votación, la mayoría no regresó a sus ciudades y quienes lo hicieron fueron ejecutados. Carlos salió de España dejando tras de sí al reino castellano sumido en la guerra civil o «guerra de las Comunidades». Nunca recogió el dinero del préstamo.
 
El levantamiento de los comuneros
El desprecio que los asesores flamencos del rey mostraban por los españoles, el favoritismo en el nombramiento de extranjeros para desempeñar cargos públicos de importancia, las grandes cantidades de dinero sacadas del reino y la designación de Adriano de Utrecht como regente durante la ausencia del rey, fueron algunas de las causas de la revuelta de los comuneros. Ésta fue en un principio una verdadera rebelión contra la aristocracia terrateniente y el despotismo real. Fue ante todo una defensa de la dignidad y los intereses castellanos nacida en el municipio como un movimiento burgués. Sin embargo antes de la derrota de los últimos rebeldes en Villalar, el 23 de abril de 1521, el levantamiento había degenerado en una revuelta incoherente, identificada más con las tradiciones feudales que con las reivindicaciones económicas y politicas de la burguesía.
También el reino de Valencia se sublevó por entonces. El movimiento fue animado por las germanías -asociaciones de artesanos-  de Valencia y Mallorca que lanzaron contra la aristocracia a las milicias reclutadas para hacer frente a los piratas del Mediterráneo. Carlos no pudo menos que respaldar a la aristocracia en su acción represiva. Las germanías fueron derrotadas en 1523 y sus seguidores duramente castigados. Mientras tanto, antes de que el rey se dirigiera a Alemania con objeto de ser coronado, visitó a sus tíos Enrique VIII y Catalina de Aragón para conseguir el apoyo de Inglaterra frente a Francisco I de Francia. En esos momentos, la flota española comandada por Hugo de Moncada aplastaba a los turcos, que eran así expulsados del Mediterráneo. Esta acción fue de vital importancia para los planes del monarca, ya que aseguraba las vías comerciales de los Fugger y saldaba la deuda contraída con los banqueros para sobornar a los electores que lo nombraron emperador.
El 23 de octubre de 1520, Carlos V fue coronado emperador en la ciudad de Aquisgrán. En una ceremonia de gran pompa, le fue colocada la casulla de Carlomagno, y recibió su legendaria espada Joyeuse, la corona, el cetro y el globo. A sus veinte años era el jefe de la cristiandad.
El reciente invento de la imprenta servía tanto para difundir las antiguas como las nuevas ideas, y la doctrina protestante había alcanzado una gran popularidad en Alemania. Las tesis luteranas se habían transformado no sólo en una crítica religiosa, sino en el germen de un movimiento político con fines de emancipación territorial y de secularización de los bienes eclesiásticos. Carlos, educado entre humanistas, coincidía con los luteranos en criticar las estructuras de la Iglesia. Consideraba que era ésta, y no la fe, la que debía ser objeto de una profunda reforma, puesto que se trataba de acabar con la corrupción de los obispos, las ansias de riqueza y la intromisión en los asuntos públicos, y el escandaloso comercio de las indulgencias, para el que el mismo papa había llegado a autorizar a las mujeres la firma de contratos que luego debían pagar sus maridos.
Carlos V consideró oportuno situarse por encima de estas disputas y durante años trató de conciliar las posiciones más radicales, siguiendo las enseñanzas de Erasmo de Rotterdam, que postulaba la sencillez del cristianismo primitivo, el rechazo de los formalismos y boato rituales, la superstición, y la defensa de una piedad «en espíritu». Pero en 1521, tras la dieta de Worms, comprobó que el acercamiento de las posiciones entre Martín Lutero y la Iglesia de Roma era imposible, y las diferencias, irreductibles. La acción carolina se encaminó entonces a dirimir cuanto antes estas disputas, resolver los asuntos internos de sus reinos, acabar con el bandolerismo y fortalecer su gobierno para unir la cristiandad y dirigirla contra el islam. Éste fue el momento que aprovechó Francisco I de Francia para iniciar una guerra que consideraba inevitable, decidido a terminar con el predominio de los Habsburgo.
La acción de Francisco I, aliado con el papa Clemente VII, obligó a Carlos V a responder enérgicamente y su ejército derrotó a las tropas francesas e hizo prisionero al rey francés en Pavía, el 10 de marzo de 1525. Dos años más tarde, Carlos atacó al papa y su ejército entró en Roma. Las tropas españolas y alemanas saquearon la ciudad durante una semana. Poco después, la deserción de Andrea Doria de Francia, dotó a Carlos de una potente flota y forzó al papa a recibirlo en Roma. La Paz de Cambrai, firmada el 3 de agosto de 1529, obligó a Francisco I a reconocer la soberanía del emperador sobre Milán, Génova y Nápoles.
Resueltos momentáneamente los enfrentamientos militares, Carlos V creyó que era la ocasión de solucionar pacíficamente las diferencias doctrinales. A tal fin convocó la dieta de Augsburgo, aun con la oposición papal, en 1530. El intento fue vano, ya que ni luteranos ni católicos romanos quisieron ceder en sus posiciones. La Influencia conciliadora de Erasmo había perdido fuerza. Se inició entonces una larga guerra civil que enfrentó al ejército imperial con los príncipes Luteranos, aliados de Francisco I, quien a su vez había pactado con los turcos. La paz no se firmó hasta 1555 en Augsburgo. Conforme a la misma, Carlos V reconoció a los protestantes la libertad de culto y la propiedad de los bienes expropiados a la Iglesia antes de 1552.
 
El emperador y España
Carlos V regresó a España en 1522, una vez sofocada la rebelión comunera. Permaneció en el país durante los siete años siguientes, en cuyo transcurso realizó un gran esfuerzo para comprender el carácter español y acercarse a las preocupaciones de sus súbditos. Aprendió a hablar el castellano y ése fue el idioma de la corte. Los pasos politicos que dio en este periodo tendían a congraciarse con los españoles, a pesar de que ya no existía un peligro real para la corona. Su boda, en 1526, con su prima Isabel, hija de Manuel I, rey de Portugal, fue bien recibida. Igualmente lo fue, al año siguiente, el nacimiento del primogénito, el futuro Felipe II. Los españoles empezaron a reconocer en Carlos a un rey con autoridad moral, que aceptaba paulatinamente y de buen grado la españolización de su administración imperial.
Carlos gobernó sus dominios como el más alto exponente de una organización dinástica, y en cada Estado designó un regente o un virrey, a veces miembro de la familia de los Habsburgo o elegido de la nobleza española. En cada país de la monarquía, como llamaban sus contemporáneos al imperio de Carlos V, había un virrey, como en Aragón, Cataluña, Valencia, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y Navarra, mientras que en los Países Bajos tenia un gobernador general, que hasta su muerte en 1530 fue su tía Margarita de Austria y hasta 1558 su hermana María de Hungría. Los dominios alemanes habían quedado en manos de su hermano Fernando. Su pensamiento se asentaba en la idea de que la unión familiar constituía el mejor soporte para su vasto imperio. También las Indias, Perú y Nueva España estaban gobernados por virreyes.
Tanto en España como en sus otros reinos el gobierno de Carlos V constituyó una monarquía personal ejercida a través de instituciones centralizadas, pero no unificadas. De este modo, el monarca, antes que rey de España, lo era de Castilla, Aragón, etc., y su poder estaba condicionado por las leyes locales. Carlos se valió del Consejo Real, heredado de sus abuelos, los Reyes Católicos, reorganizándolo en consejos especiales, según las distintas tareas administrativas. Había dos tipos de consejos, el de Estado y los que integraban el cuerpo administrativo propiamente dicho. La modernización de los órganos de gobierno requirió según los criterios del emperador, la progresiva exclusión de los consejos de los miembros de la nobleza y del clero, incluyendo en su lugar a consejeros procedentes de la clase media y juristas. Como dato revelador, en las cortes de Toledo de 1538 fueron expulsados nobles y eclesiásticos con el pretexto de su oposición a la sisa, impuesto directo sobre el consumo de carne, harina y otros alimentos.
En la práctica, Carlos V tenía contacto con los consejos a través de sus secretarios, motivo por el cual la figura de éstos cobró gran importancia durante su reinado. Como los otros órganos de gobierno, las secretarías se asentaban sobre criterios nacionales y no imperiales. Entre la masa de secretarios de Carlos, destacaron Francisco de los Cobos y Nicholas de Perrenot, señor de Granvelle. Sobre el poder y las banderías de los secretarios, Carlos tuvo plena conciencia siempre. Así, cuando en 1543 dejó a su hijo Felipe como regente de España, le remitió sus «Instrucciones secretas», verdadero compendio de consejos para gobernar un imperio, en las que le indicaba cómo valerse de las rivalidades de los consejeros y de sus ambiciones personales. Asimismo, en ellas recomendaba a su hijo que no otorgara cargo importante alguno a ningún grande de España, debiéndolos utilizar sólo en asuntos militares.
Gran parte del esfuerzo desarrollado por el complejo cuerpo burocrático de Carlos V estaba destinado a resolver los problemas financieros derivados de las guerras en los distintos frentes. Castilla llevó el mayor peso de los gastos del imperio, aunque los dominios que más le importaban no eran los europeos sino los de América. De allí procedían los cargamentos de oro y plata, al tiempo que se ensanchaba una vía de comercio de importancia vital para el desarrollo del reino. Las finanzas marcaron desde el principio el imperio de Carlos V. Fueron los Fugger, los banqueros alemanes, quienes propiciaron la elección de Carlos y quienes en varias ocasiones procuraron empréstitos para financiar las continuas guerras imperiales. Pero no fue hasta 1540 cuando empezaron las verdaderas dificultades financieras de la corona. La situación llegó a extremos tan graves, que los ingresos ordinarios por impuestos estaban gastados de antemano cuando se cobraban, y hasta los ingresos de Indias estaban comprometidos. Las campañas de Argel, las guerras contra Francia y contra los príncipes luteranos esquilmaron las arcas reales. En 1541, fracasada por segunda vez la cruzada africana contra el turco, la crisis económica se agudizó.
 
El frente turco
El principal objetivo de la política francesa fue resistir al poder de los Habsburgo, aliándose tanto con los alemanes como con los turcos. Carlos V tuvo en el Imperio otomano un enemigo poderoso por tierra y mar. Si bien en 1529 Carlos contribuyó a detener a las huestes de Solimán, el emperador turco, en las mismas puertas de Viena, el ejército cristiano debió ceder en Argel. El poderío marítimo de los turcos se hizo sentir en el Mediterráneo y la toma de Bizerta y Túnez por éstos en 1534 requirió del emperador un esfuerzo personal para su conquista, la cual se produjo al año siguiente. No obstante, desde Argel, el pirata Barbarroja, brazo de Solimán, continuó asolando las costas baleares y levantinas. En 1538 Andrea Doria, al mando de la flota cristiana, mucho más potente que la turca, resultó derrotado por ésta en la costa de Epiro. Fue el principio del descalabro cristiano que culminó en 1554 con la pérdida de Bugía, en la costa argelina.
Derrotado en este frente, Carlos V también se vio forzado, al año siguiente, a firmar la Paz de Augsburgo con los príncipes luteranos y a ceder a gran parte de sus pretensiones. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, ya en enero de 1548, el emperador había dirigido su testamento político a su hijo Felipe y dos años más tarde comenzó a escribir sus memorias. El 25 de octubre de 1555 en un emotivo discurso ante la asamblea de los Estados Generales reunida en Bruselas Carlos abdicó en favor de Felipe la soberanía de los Países Bajos. Tres meses más tarde le cedió las coronas de Castilla y León, Aragón y Cataluña, Navarra y las Indias. Asimismo lo hizo con el reino de Nápoles, el de Cerdeña, la corona de Sicilia y el ducado de Milán. En el mes de septiembre de 1556 cedió el imperio a su hermano Fernando y, dejando a Felipe en Bruselas, se embarcó hacia España. Había comprendido que el título imperial carecía de valor sin el sustento de las armas y por ello no había dudado en repartir sus dominios entre las que consideró las cabezas más importantes de su dinastía: su hermano Fernando y su hijo Felipe.
Obsesionado por la muerte, el temor a Dios y la angustia religiosa, vivió los dos últimos años de su vida en el retiro monástico. El 21 de septiembre de 1558, víctima del desencanto, de la gota y de la gula, murió en el monasterio extremeño de Yuste. Su ambición de resucitar el Sacro Imperio romano, fundado en la unidad religiosa, había fracasado. En cambio había sido el creador del primer imperio colonial moderno, el imperio sin crepúsculo.
 
 

 

 
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