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Jesús ha sido sin duda el personaje que figura en más obras artísticas, tanto pictóricas como escultóricas. Sin embargo no se conocen sus rasgos y, más aún, es imposible escribir su biografía en el sentido moderno del término. Como Sócrates, no dejó nada escrito. Lo único que sobre él conocemos textualmente, y aún con dudas, es lo que relatan los evangelios de Marcos, Lucas, Mateo y Juan, que, por otra parte, no tienen intencionalidad histórica, sino que son narraciones con un peculiar estilo literario para dejar constancia escrita de la vida y el mensaje del Maestro. Pero no por ello dejan de ser «históricos» los hechos que relatan. Lucas, el médico sirio que dominaba a la perfección el griego, su lengua materna, lo deja bien claro en el prólogo que precede a su evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares [...] después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, te lo escribo por su orden, excelentísimo Teófilo...». Teófilo, por el tratamiento que le da Lucas, sería un personaje importante e influyente del entorno. La llamada crítica radical que los protestantes liberales aplicaron a los Evangelios llegó incluso a la negación de la existencia histórica del Nazareno. Por ejemplo ni Justo de Tiberíades en su Historia de los judíos, ni Filón de Alejandría hablan de Jesús. Pero su existencia histórica es testimoniada con suficiente claridad por autores como Tácito en sus Anales; Suetonio en Vita Claudii, Plinio el Joven, procónsul de Bitinia, en su carta al emperador Trajano, escrita alrededor del año 70, y Flavio Josefo en sus Aniquitates refiere que «el sumo sacerdote Amano acusó de transgredir la ley al hermano de Jesús (que es llamado Cristo), por nombre Santiago». En territorio judío bajo dominio romano No pueden entenderse la doctrina y la vida de Jesús sin situarlas en su contexto histórico. Palestina era un territorio administrado por los romanos, cuyo imperio había iniciado su período de máximo esplendor político y territorial -el Mediterráneo se había convertido en un lago romano y la autoridad imperial prevalecía en todas sus costas-, con la ascensión de Augusto, que murió el año 14 después de Cristo y al que sucedió su hijo Tiberio, coetáneo del Nazareno. En tiempos de Jesús la metafísica de Platón y Aristóteles había perdido su atractivo. Los sistemas filosóficos más extendidos eran el epicureísmo y el estoicismo. La doctrina de Jesús contiene elementos de ambos sistemas. Por ejemplo, los estoicos proclamaron la igualdad y la hermandad de todos los hombres. Por otra parte tenían vigencia aún los misterios, como el de Eulesis y el de Dionisio. Incluso el misterio egipcio de Osiris había conseguido un buen fundamento en Roma. El mundo judío bajo dominio romano empezó con Herodes el Grande, del 37 al 4 a.C. El emperador Octavio Augusto le confirmó en su puesto de rey de los judíos porque aquél le ayudó en su marcha final desde el territorio tolomeo hasta Egipto. En su testamento, Herodes dividió su reino entre sus hijos Arquelao, Filipo y Herodes Antipas, este último tetrarca de Galilea y Perea en tiempos de Jesús. El mundo judío, heredero de una vasta tradición religiosa, estaba dominado, básicamente, por dos grupos o sectas: los fariseos y los saduceos. Los primeros provenían íntegramente de la clase media; los saduceos, de la rica aristocracia sacerdotal, que en tiempos de Jesús tenía en la familia de Annás la saga más poderosa; los fariseos sostenían su autoridad a base de piedad y cultura, los saduceos, mediante la sangre y la posición; los fariseos eran más bien progresistas, los otros conservadores que aceptaban fácilmente el dominio romano para conservar su status quo ventajoso, privilegiado; los fariseos se preocupaban por elevar el nivel religioso de las masas, los saduceos, el de los que tenían relación con la administración del Templo y los ritos. Al margen de ambas tendencias se situaban los zelotes. Cuando el año 6 ó 7 a.C. el legado Quirino ordenó un censo general de Palestina, el fariseo Sadduq y el galileo Judas Gamala encabezaron la revuelta de los judíos descontentos. A su alrededor reunieron un grupo que llevó diversas campañas contra los romanos. Éste fue el origen de los zelotes, patriotas ardientes que, separados ya totalmente de los fariseos, utilizaron toda clase de medios, sin excluir el atentado mortal, para librarse del opresor extranjero y castigar a los judíos colaboracionistas. Para matar usaban una daga corta llamada sicca, por eso se les conoció entre los romanos con el nombre de sicarii ('sicarios'). De la estirpe de David Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob [...] de Judá nacieron las doce tribus de Israel. Del mismo linaje descienden David, Salomón... y Jacob. Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Cristo es el nombre griego correspondiente al hebreo Mesías). Esto sucedía en el siglo I de nuestra era. Sin embargo, incluso para la exégesis católica más racional, ningún dato relativo a la vida de Jesucristo puede fijarse con absoluta certeza. Jesús, hijo de José y de María de Nazaret, fue concebido en este pueblo de Galilea a tenor del misterioso anuncio que el ángel Gabriel le hizo al artesano de que su prometida (aún no se había celebrado la boda, sólo estaban desposados) estaba encinta, pero que el fruto de su vientre no era obra de un ser humano sino del Espíritu Santo. María era prima de Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, quienes en la vejez engendrarían al que es considerado como Juan el Bautista. En aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto para que se empadronaran todos los habitantes del imperio, cada cual en la ciudad de su estirpe. José y su joven esposa pertenecían a Belén, en Judea, situada a unos 120 kilómetros, adonde se dirigieron seguramente en caravana con otros que hacían el mismo camino. La pareja, de escasos recursos económicos, pernoctó en las afueras de Belén, refugiándose en una de las cuevas utilizadas por los pastores. Estando allí, a ella se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, al que recostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada. Este nacimiento humilde de Jesús, al que rindieron pleitesía los pastores del contorno, tuvo lugar en tiempos de Herodes el Grande. Por lo tanto, no pudo ocurrir más allá del 4 a.C., fecha de la muerte de aquél. Teniendo en cuenta a Lucas (2, 1), Jesús nació en tiempo del censo ordenado por Augusto y llevado a efecto por Quirino, gobernador de Siria. Tertuliano atribuyó ese censo del nacimiento a Sencillo Saturnino, legado de Siria del 8 al 2 a.C.; éste muy bien pudo haber completado un censo comenzado por Quirino. Por ello, la fecha más aceptada del nacimiento de Jesús son los años 7 ó 6 a.C. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio oficialmente el nombre de Jesús. Y cuando se cumplieron los días de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor. En todos los pasajes anteriores a su ministerio público, Jesús se comportaba como un niño judío normal, pobre, porque la ofrenda de un par de tórtolas o dos pichones que José y María hicieron en el Templo era la que correspondía a una familia humilde. Una vez cumplidos esos trámites, la familia preparó el regreso a su ciudad de residencia, pero he ahí que Herodes el Grande, alertado por unos magos que le hablaron del nacimiento de un futuro rey de los judíos, dictó una orden por la que debían ser eliminados todos los niños varones que había en Belén y en toda su comarca, de dos años para abajo. La familia huyó a Egipto, en donde permaneció hasta la muerte del tetrarca. De regreso en Nazaret, según narra el Evangelio, llevó una vida «oculta», es decir, la de un niño normal de su ambiente, ayudando seguramente a su padre en los quehaceres del oficio, especie de artesano pluvialmente. Encuentro con Juan el Bautista y ministerio público Hasta los treinta años, a excepción de la pérdida en el Templo cuando Jesús tenía doce años, nada más volvió a saberse de su vida, sólo lo que fantásticamente narran los evangelios apócrifos, es decir, aquellos escritos de origen desconocido o erróneamente atribuido, en su mayor parte de origen agnóstico, que tratan de la vida de Jesús en los últimos años de su juventud. Particularmente llama la atención el cúmulo de elementos milagrosos, frecuentemente abstrusos y desagradables, en los que historia y fábula se confunden. Para datar el inicio del ministerio público, Lucas pone especial énfasis en presentar los datos exactos acerca de la predicación de Juan el Bautista, ante quien Jesús acudió para hacerse bautizar. Sin embargo, sólo un dato es en verdad útil: «el año decimoquinto de Tiberio César», el reinado del cual empezó el 19 de agosto del 14 d. C. El año decimoquinto debía ser, según el sistema romano, del 19 de agosto del 28 d. C. al 18 de agosto del 29 d. C. Por otra parte, tampoco hay unanimidad acerca de la duración de su vida pública. Mientras los tres sinópticos hablan de una sola Pascua, Juan Evangelista especifica claramente tres. Jesús inició la divulgación de su doctrina en solitario, dándose a conocer en la sinagoga, adonde acudía todos los sábados. Un día lo hizo en su pueblo. Escogió una lectura del profeta Isaías que prefigura al Mesías, el ungido de Dios que anunciaría a los pobres la Buena Nueva, que daría la libertad a los oprimidos... Les dijo que era él de quien el profeta hablaba. Tamaña soberbia -todos sabían que era el hijo de José- no la soportaron e intentaron despeñarle. Sería el sino de todo su ministerio: la incomprensión de los suyos que culminaría en la traición de uno de sus discípulos predilectos. Tras haber obrado numerosos milagros y granjearse las antipatías de escribas y fariseos, a los que aquel advenedizo robaba protagonismo y popularidad entre las gentes, Jesús eligió a doce de entre sus discípulos: Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé, Mateo y Tomás, Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes, Judas de Santiago y Judas Iscariote. Eran hombres sencillos, la mayoría pescadores que se ganaban el sustento con fatiga. Hombres integrantes de la masa que soportaba los impuestos de los romanos y que se rebelaba ante la vida privilegiada de escribas, saduceos y fariseos. Jesús les propuso un orden religioso y aun social nuevo, sin hipocresías, solidario con los pobres, vital. Los fariseos se quejaban de que Jesús celebraba fiestas, banquetes. Peor aún, lo hacía con publicanos, pecadores, gentuza proscrita: por eso los fariseos le tildaban de borracho y juerguista. El sermón de la montaña Toda la esencia filosófica y aun doctrinal la desarrolló Jesús en el sermón de la montaña. En forma antitética, Jesús examinó situaciones que comprometían las disposiciones interiores y contraponían el espíritu y la división en categorías de la sociedad. El famoso «Se os ha dicho, pero yo os digo... o, lo que es lo mismo, creéis que los afortunados, los buenos son los perseguidores, los que tienen poder... Pues bien, yo os digo: bienaventurados los pobres, los que tenéis hambre, los que lloráis, los que sois odiados y perseguidos... Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difaman, prestad sin esperar nada a cambio, no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, dad y se os dará... porque con la medida que midáis se os medirá». Mediante parábolas, poco a poco, fue profundizando en lo que era su misión profética y lo que constituye el misterio cristiano por excelencia: la imitación de la vida y enseñanzas de Jesús para poder acceder al reino por él prometido. Una visión estrictamente laica sitúa a Jesús en un exclusivo marco humano, pero no por ello menos digno de estudio y consideración. Él, que se autodefinía Maestro, no seguía las pautas de la clase poderosa judía: transgredía la norma sabática, iba acompañado de mujeres -María y Marta; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y otras muchas- y se hospedaba en sus casas. Sus amigos eran gente llana y sencilla a los que acompañaba en sus fiestas, bodas. Poco a poco, también, crecía el número de sus adictos, simpatizantes y discípulos. Era un movimiento que no sólo empezaba a crear desasosiego entre los sacerdotes y fariseos sino en Herodes, porque aquel nazareno consentía que se le llamase rey, rey de los judíos, título que a Herodes le había costado la adulación al opresor extranjero. Llegó un momento en que Jesús habló sin tapujos: «El que no está conmigo, está contra mí. No hagáis como los escribas y fariseos hipócritas, víboras, sepulcros blanqueados por fuera y llenos de carroña por dentro... No amaséis fortunas, vended los bienes y dad limosnas...» Pasión, muerte y resurrección Tras anunciar su muerte, ya próxima, envió a setenta y dos discípulos suyos a predicar de dos en dos por los pueblos de Judea, en donde iniciaron un intenso movimiento religioso como si se tratara de conquistar la Ciudad Santa. Hacia ella se dirigió desde Galilea consciente de que había llegado su hora. Herodes, a quien Jesús había llamado zorro, estaba al acecho; los sacerdotes, ojo avizor para tenderle una trampa. Jesús no se amedrentó. Al contrario, entró en Jerusalén en actitud provocadora, haciéndose entronizar como rey por una multitud que llenaba la ciudad en ocasión de la Pascua. Y en el mismo centro neurálgico del mundo judío, el Templo, hizo valer su autoridad: expulsó a los vendedores a latigazos porque le repugnaba que un lugar de oración se hubiera convertido en mercado lucrativo. Pero el día de los ázimos, tras haber celebrado la cena pascual con sus íntimos e instituir, según los católicos, la Eucaristía, Jesús fue traicionado por Judas, prendido, negado por Pedro, ultrajado por los soldados romanos, presentado ante el Sanedrín -consejo de ancianos-, al que no ocultó su condición de Hijo de Dios, y ante Poncio Pilato como alborotador, subversivo que instigaba al pueblo para que se negara a pagar los impuestos. Los ancianos le remitieron a Herodes, quien hizo burla de él y volvió a enviarlo a Poncio Pilato, el cual, ante la insistencia del pueblo achuchado por los escribas y fariseos, lo condenó a muerte en la cruz, el suplicio reservado a los esclavos o a los zelotes. Los cuatro evangelistas están de acuerdo en que Jesús murió en la parasceve del sábado, que es viernes. El día de la muerte de Jesús no fue un día de descanso sabático porque los guardas llevaban armas, las tiendas estaban abiertas (José de Arimatea pudo comprar una sábana y las mujeres aromas para embalsamar el cuerpo). Lo más probable es que Jesús anticipara un día la cena pascual. Reunidos todos los datos (el procurador Pilato gobernó entre el 26 y el 36 d.C), se puede asegurar que Jesús murió el viernes 14 de Nisán, del año 30 d.C., lo que equivale al 7 de abril del 30 d.C. Y al tercer día, según las Sagradas Escrituras, resucitó, y sus discípulos comprendieron entonces todo lo que sobre el futuro Reino de Dios les había explicado en parábolas
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