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César (Cayo Julio César)
nació el 13 de julio del año 100 antes de Cristo -según la fecha más generalmente aceptada- en un barrio no muy aristocrático de Roma, cercano a la actual vía Cavour. Se sabe poco de su infancia, transcurrida en el seno de una familia patricia, la gens Julia, que pretendía descender de Eneas (a quien se consideraba hijo de Venus), y en la cual, en algún momento, se había insertado una rama que agregó el nombre de César. Los miembros de la familia habían vivido al margen de la lucha continua por los cargos que permitían hacer carrera pública hasta llegar al consulado, la aspiración máxima. La infancia y la primera juventud transcurrían muy rápidamente en aquellos tiempos. Desde los diez años, César fue puesto al cuidado de Marco Antonio Gnifón, ilustre maestro, especialista en literatura griega y romana, para que se ocupase de su educación. Aprendió a leer y escribir en la traducción de la Odisea hecha por Livio Andrónico. Seguramente sus dotes naturales le permitieron aprovechar al máximo las enseñanzas de su maestro, de modo que fue perfeccionando su lenguaje y aprendiendo los rudimentos de la oratoria, fundamentales para una carrera política. Si bien su familia no había ocupado altos cargos, las inclinaciones del grupo le volcaban hacia el partido popular. Julia, una hermana del padre de César, se había casado con Cayo Mario, plebeyo de origen pero hombre muy poderoso por su capacidad militar. La familia ingresó, probablemente a través de Mario, en los círculos del partido popular. El padre de César no pudo sino acceder al segundo cargo de mayor importancia del Estado, la pretura. Ostentaba dicho cargo cuando su hijo, de quince años, debió asistir a la ceremonia por la que se abandonaban las vestiduras infantiles orladas de púrpura y se recibía la toga viril. A los quince años, en aquel 85 en el que moriría su padre, César era un hombre. Inmediatamente tomó por esposa a Cornelia, hija de Cinna, uno de los dirigentes máximos -junto con Cayo Mario- del partido popular y hombre todopoderoso en Roma. Con esta decisión, la gens Julia terminó por asociarse en forma definitiva con los intereses del pueblo, enfrentándose al corrompido patriciado romano. Todo esto debió resultar algo duro para César, que era un joven que llevaba una vida libre de prejuicios, liberado ya de la rigidez de su maestro e inclinado por todo tipo de lecturas, incluso por el teatro. Para casarse con Cornelia tuvo que romper un compromiso anterior, lo que provocó tensiones en el seno de la familia. César tuvo con ella una hija, Julia, a la que estuvo vinculado toda su vida y por la que siempre sintió un profundo afecto, a pesar de que su relación matrimonial con Cornelia fue casi circunstancial. Al iniciarse su vida matrimonial, César debió ingresar en el círculo de hombres importantes de los que se rodeó su tía Julia, viuda ya de Mario. En esa época fue designado flamen dialis, es decir, sacerdote de Júpiter el más importante de los dioses romanos. En el 82, Sila, que había vencido a Mitrídates, haciéndole retroceder a las primitivas fronteras de su reino en el Ponto, regresó victorioso a Roma y, como era habitual, tomó cumplida venganza sobre sus adversarios «populares»; los asesinó, proscribió el ascenso a cargos públicos de sus descendientes, se incautó de sus bienes. e instauró una nueva forma de estado, inaugurando un tipo de dictadura absoluta por tiempo indefinido, concepto jurídico que César no olvidaría en el futuro. Pero de momento Sila, que tuvo algunas consideraciones con las familias patricias inclinadas hacia el populismo, exigió a César que repudiara a Cornelia. Aquél rehusó y optó por el exilio en Asia. Nada de esto fue fácil; César fue perseguido y se puso precio a su cabeza. Debió comprar su libertad a un soldado que le había encontrado, y finalmente, por ruegos de familiares cercanos al dictador y la intermediación de sacerdotisas de la diosa Vesta, Sila indultó «al joven de la toga suelta», epíteto que aludía a la costumbre de César de no ajustarse el cinturón de su toga, que caía así libremente, según un uso que entonces se consideraba poco viril. El futuro dictador, no obstante, no se abrevió a regresar a Roma y pasó al servicio del propretor Termes, quien, por ser César hijo de un miembro del Senado, le confirió el grado de oficial. Participó así en la toma de Mitilene de Lesbos, ciudad aliada con Mitrídates, y su comportamiento militar le valió una condecoración. Termes decidió entonces enviarlo a la corte de Nicomedes, rey de Bitinia, un reino en la costa sur del mar Negro y el mar de Mármara, a fin de afianzar relaciones. Entre Nicomedes y César se trabó una íntima amistad que fue objeto de rumores, un uso muy habitual de la época, por otra parte. Pero el hecho es que César volvió un par de veces a Bitinia y que, a la muerte de Nicomedes, el reino fue incorporado a Roma como una provincia más, pasando todos sus habitantes a ser «clientes» de César. Éste ya era dictador absoluto de Roma, y aun en las grandes celebraciones -una curiosa muestra de la libertad de la que algunos gozaban en la Roma de aquellos días- sus propios soldados cantaban coplas en las que burlonamente se referían a sus probables relaciones homosexuales con Nicomedes. Regreso a Roma y planes de futuro Muerto Sila, en el 78, César regresó a Roma. En su corta vida había ya adquirido bastante experiencia de los negocios públicos y había ejercitado su capacidad de mando. Sin duda César pensó que la muerte de Sila le permitiría un rápido progreso entre los populares, pero se equivocaba. Sila había dejado todo bien atado, y el poder de los conservadores optimates, que dominaban el Senado, detenía al partido popular. Julio César, político nato-y así hay que entenderlo siempre para comprender el sentido de muchos de sus actos-, se propuso profundizar en la comprensión del laberinto de la cosa pública. Por esa época, corría el año 75, decidió perfeccionar su oratoria con Apolonio Molon, de Rodas. En el viaje fue raptado por los piratas que asolaban el Mediterráneo y que vivían del rescate que exigían por sus víctimas. La historia ha sido sin duda exagerada, pero el temor y el respeto que, se ha repetido, los piratas llegaron a sentir por él, exhiben la arrogancia de César y su capacidad para fascinar, incluso a sus enemigos. Una vez libre, reunió un pequeño ejército, fletó barcos, y fue contra los piratas, a los que venció, quedándose él y sus soldados con todo cuanto aquéllos poseían. Los supervivientes de la aventura fueron finalmente crucificados en Mileto, y César emprendió una inmediata campaña contra Mitrídates, que volvía a levantarse contra el imperio. Desconocía entonces el testamento de Nicomedes, hecho de singular importancia para él, ya que el rey de Bitinia le dejaba un legado que, junto con el botín de los piratas, saneaba su situación económica, siempre maltrecha. No obstante, la campaña contra Mitrídates fue confiada a otras manos, porque la muerte en el 74 de su tío Aurelio Cota dejaba vacante un cargo en el Colegio de Pontífices de Roma, cargo que solicitó y le fue concedido así como al año siguiente el de tribuno militar. Estas designaciones no hicieron más que acelerar la carrera política de César. En el 68 era cuestor y viajó a la Hispania Ulterior; en el 65 fue designado edil curul; en el 63 murió el presidente del Colegio de Pontífices, y César, con veintisiete años, presentó su candidatura enfrentado a Catulo, dirigente de los optimates. Sabía que emprendía una aventura económica (la lucha por el poder exigía siempre dinero) y que si perdía sería implacablemente perseguido. Pero la elección mostró la popularidad de que gozaba entre el pueblo, y fue nombrado pontifex maximus. La pretura, el peldaño inmediatamente anterior al consulado, llegó en el 62, y fue enviado como propretor a Hispania Ulterior, territorio que ya conocía muy bien, donde no sólo hizo sólidas amistades, sino que enriqueció el erario público, con gran satisfacción de Roma, y fortaleció notablemente su pecunia personal así como su capacidad de mando de un gran ejército, condición indispensable para el éxito político en Roma. Cuando en el año 60 regresó a la Ciudad Eterna, el camino estaba abierto para la gran aventura. El consulado y las Galias El paso a la condición máxima de cónsul lo dio en el año 59. Consciente de las fuerzas del Senado -dominado siempre por los conservadores-, en el que César se había librado inteligentemente de sus desafortunadas vinculaciones con el rebelde Catilina comprendió que sólo una alianza entre poderosos podía neutralizar a los équites. Propuso entonces a su viejo amigo y valedor, Craso, constituir, juntamente con Pompeyo, una sociedad de defensa mutua que los obligara a actuar siempre por unanimidad (institución luego conocida como «triunvirato»). La alianza fue efectiva y César, en compañía de Calpurnio Bíbulo -un candidato de los équites- fue designado cónsul. El triunvirato se fortaleció, además, con el matrimonio de Pompeyo con Julia, la hija de César. Éste, a su vez, lo hizo con Calpurnia, después de haber repudiado por infidelidad a Pompeya, su segunda esposa. La legislación progresista de César tenía una base agraria. Hizo votar leyes de reparto de tierras a los veteranos y de asentamiento de colonos en tierras conquistadas, práctica que luego se extendió a toda Italia, concediendo además a los colonos la plena nacionalidad romana. Bíbulo, ante la imposibilidad de oponerse a César, optó por el retiro. El tribuno de la plebe, Publio Vatinio, antiguo amigo y asociado de César, a fin de evitar el juicio de César por los conservadores después de su consulado, propuso una ley, que el Senado no pudo sino aprobar, por la que se le concedían, en calidad de procónsul (lo que impedía su juicio posterior), por el término de cinco años, tres legiones, las provincias de las Galias cisalpina y transpadana, y la Iliria. Estas concesiones fueron renovadas por cinco años más en abril del 56, en la reunión de Lucca, a la que asistieron los «triunviros». Craso, mientras tanto, seguía destinado en Siria, donde dirigió la guerra contra los partos y en la que murió en el 53, y Pompeyo continuaba en el proconsulado de Hispania. Estas condiciones permitieron que César se hiciera con todo el poder. Para ello todo medio podía ser útil: como pontifex maximus autorizó a Clodio, antiguo amante de su esposa Pompeya, a que fuese adoptado por un plebeyo, para poder así, a pesar de su condición original de patricio, acceder al cargo de tribuno de la plebe. Y así fue como el agradecido Clodio se ocupó de limpiar de enemigos el camino de César. Ya en su provincia de la Galia, César parecía decidido a no intervenir en problemas bélicos, pero lo hizo cuando así lo pidieron sus habitantes. Los eduos comenzaban a sentir la amenaza de los helvecios, los cuales a su vez buscaban nuevos territorios, empujados por la invasión de los germanos acaudillados por Ariovisto. Las legiones de César acudieron a su llamada en ayuda de los eduos, y vencieron a helvecios y suevos. Esto marcó el comienzo de la ocupación sistemática de la Galia por las fuerzas de César, ayudado por sus lugartenientes Labieno y Craso. Fue una lucha prolongada en la que el país fue literalmente saqueado, un tercio de su población murió luchando y otro tercio probablemente fue vendido como esclavo. Sucesivamente, en acciones en las que César conoció también la derrota, fueron sometidos todos los pueblos galos. En medio de esta lucha, entre los años 55 y 54, César desembarcó en Inglaterra y peleó hasta más allá del Támesis, pero finalmente tuvo que retirarse. Al año siguiente (invierno del 54-53), volvió a agitarse la Galia. Se sublevaron eburones y trevinos, y finalmente todos los pueblos galos, bajo el caudillaje de Vercingetórix. Los romanos conocieron el desastre en la batalla de Gergovia, pero las fuerzas de Vercingetórix fueron sitiadas largo tiempo y finalmente vencidas en Alesia. La rendición de los belovacos (belgas) en Uxellodunum (51) puso punto final a la dominación de las Galias, aunque el sometimiento total sólo se logró en el invierno de diciembre del 51 a febrero del 52, tras reducir pertinaces focos de resistencia. Los soldados romanos salieron enriquecidos de estas campañas, los oficiales, naturalmente, aún más. César saneó sus finanzas, enriqueció las arcas del Estado, fue largamente generoso con sus amigos y hasta reservó una importante cifra para el futuro. Inundó con tanto oro la ciudad de Roma, que el noble metal se depreció en por lo menos un treinta por ciento. La guerra de las Galias fue registrada en De bello gallico, una de las dos obras conservadas de César, escrita en 52-51, que no sólo es el documento más valioso para el conocimiento de aquel hecho, sino que también debe ser considerada como una pieza maestra del latín clásico. La guerra civil y el final de su vida La otra obra conservada de Julio César, De bello civili, literariamente inferior a la primera, tal vez porque no tuvo siquiera tiempo de revisar sus manuscritos, se refiere a los hechos que cubren la guerra civil entre los años 49 y 45. El inmenso poder acumulado por César provocó el pánico del partido senatorial, sus enemigos de siempre. Por otra parte, muchos republicanos vieron en este poder el más grave peligro para la república. Y además, circunstancias internas tenían convulsionada a la ciudad. El Senado designó en el 52 a Pompeyo como cónsul único, y cuando el bando senatorial volvió a sentirse fuerte, entre el 51 y el 50, Pompeyo -ahora enemigo de César- le pidió que licenciara a sus legiones y regresara a Roma. César decidió entonces la confrontación. Cruzó el río Rubicón, límite sur de su provincia, y presentó batalla. En medio de esta guerra, César accedió a su tercer consulado, en el año 48. Mientras el pánico dominaba al Senado César dominaba Italia. Pompeyo huyó a Grecia, en tanto César venció al ejército de Hispania en Lérida, puso sitio a Marsella, dominó los Balcanes y venció a las fuerzas de Pompeyo en Farsalia. El antiguo amigo y asociado de César murió a manos de soldados de Tolomeo Auletes, quien mantenía un contencioso con su hermana y esposa, Cleopatra, sobre el trono de Egipto. La acción de Tolomeo provocó la ira de César, quien, luego de soportar el sitio del egipcio, lo venció y puso en el trono a Cleopatra. Convivió además con ella y tuvo un hijo: Cesarión. Cleopatra se trasladó después a Roma, donde vivió hasta la muerte del dictador. Aquella guerra entre romanos no había terminado aún. César desempeñaba su tercer consulado cuando tuvo que volver a luchar contra las fuerzas senatoriales en Tapso, en abril del 46, y contra las últimas fuerzas de los hijos de Pompeyo en Manda, en marzo del 45, cuando ya era cónsul por cuarta vez. En términos guerreros no quedaba prácticamente nada por hacer. Incluso, en medio de la guerra civil, en el 47, había derrotado definitivamente a Farnaces, el eterno enemigo rey del Ponto. En su informe al Senado sobre esta victoria, César fue arrogante y taxativo: «Veni, vidi, vici». «Tú también Bruto, hijo mío» César fue, pues, dueño absoluto de la república romana y del mundo mediterráneo. Se había cumplido el sueño de su juventud: la totalidad del poder, dentro del marco legal de la república. César era imperator y dictador. Como tal, volvió a ejercer su típica clemencia con sus enemigos; no olvidó su política agraria y de asentamiento de colonos, aumentó el número de fiestas populares, aunque cuidándose de no incurrir en gastos ruinosos para el Estado; dispuso normativas económicas y financieras que protegían a los menos fuertes, trató de morigerar el lujo de los poderosos y limitó los gastos en banquetes; diseñó profundas transformaciones políticas, dictó leyes que ampliaban la ciudadanía romana a capas más vastas de la población, y comenzó a pensar en un mundo distinto al hasta entonces conocido dentro de los límites de la ciudad romana. César estaba convencido de que para mantener el dominio en Oriente, y poder llevar a cabo con éxito la expedición final contra los partos -la única amenaza para el imperio-, necesitaba ser rey absoluto fuera de los confines territoriales de Roma. Y éste fue el detonante. Unos sesenta miembros de familias importantes, casi todos senadores, se conjuraron para eliminar a César y restaurar la legitimidad y legalidad de la república, que veían en grave peligro. Para muchos de ellos fue sin duda un pretexto que disimulaba sórdidos resentimientos y apetitos. Dirigían la conjura Cayo Casio y Marco Bruto, dos beneficiarios de la tradicional clemencia de César. Probablemente, otros conjurados no tenían otro objetivo que el de eliminar al dictador y se comprometieron, como impuso Bruto, a respetar a su lugarteniente Marco Antonio. Así se hizo, cuando César concurrió al Senado el día 15 (los idus de marzo) a la sesión que discutiría la expedición contra los partos. Fue a pesar de los ruegos de Calpurnia en el sentido de que no lo hiciera, ya que durante la noche había tenido sueños premonitorios. Alguien retuvo a Marco Antonio en la antesala del Senado. Cuando César se hubo sentado, lo rodearon y le hirieron con sus puñales y dagas. César emitió un quejido a la primera puñalada, luego se mantuvo en silencio. Había recibido 23 puñaladas; posiblemente una sola de ellas había sido mortal. Mientras los aterrorizados senadores huían (hecho que no entraba en el plan de los conjurados), César, envuelto en su toga, caía al pie de la estatua de Pompeyo. El hombre que había ganado un mundo y había contribuido a modificar irreversiblemente el destino de Occidente y de buena parte de Oriente, era nada más que un despojo sangrante.
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